Cuando vamos a enviar algún tipo de nave al espacio se hace una cuenta atrás. Cuando los corredores empiezan una competición, hay una cuenta atrás. Cuando los toros salen de los toriles en los San Fermines, hay una cuenta atrás… En estos y en cualquier otro ejemplo de este tipo, después de la cuenta atrás, hay un impulso que hace que haya una aceleración. Me explico: el cohete gana potencia y sale hacia el cielo despidiendo humo y fuego, los corredores salen con todo el impulso del que son capaces, los toros corren hacia adelante sin ningún tipo de precaución.
Y a nosotras/os nos están avisando de que están haciendo planes para nuestro desconfinamiento desde hace unos días. ¿Para qué? ¿Para qué nuestro estrés, ansiedad y aburrimiento nos hagan salir de casa en una carrera descontrolada sin meta ni propósito, llevándonos a los demás por delante? ¿Y vamos a creer que así ya somos libres?
Las/os que me conocéis sabéis que me gustan las novelas y películas de ciencia-ficción, especialmente las distopías.
Si buscáis en internet encontraréis esta definición[1]: una distopía o antiutopía es una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Suele ser sinónimo de “mal lugar” y es un antónimo de utopía, un término que fue acuñado por Tomás Moro y figura como el título de su obra más conocida, Utopía, publicada en 1516, un modelo para una sociedad ideal con niveles mínimos de crimen, violencia y pobreza.
No podemos evitar fantasear sobre cómo será nuestra vida cuando salgamos del confinamiento porque no sería acertado decir cuando el COVID-19 pase ya que no es una expresión que se ajuste a la realidad. El COVID-19 ha venido para quedarse.
Y los periodistas y la televisión nos llenan de especulaciones y recomendaciones: “Habrá que llevar mascarilla y guantes”, “Deberemos mantener la distancia de seguridad de dos metros”, “Cuando abran los restaurantes tendremos que estar separados por mamparas de metacrilato”, “En la playa y la piscina, posiblemente, haya que bañarse por turno”… ¡Ni en la más terrible de las películas de ciencia-ficción hemos visto un panorama semejante! En las películas, después de las tragedias, los contagios y las pandemias, la recuperación suele ser “por arte de magia”. No solo un final feliz (que esperemos que sea nuestro futuro) sino una recuperación instantánea. Y esto no va a ser así.
El título de este escrito breve suena a serie de televisión pero, no, no se refiere a una película de ficción de las que vemos por televisión. He decidido llamar así a los pacientes curados del coronavirus.
Según recientes informaciones a fecha de hoy, día de domingo de resurrección, en el mundo existen 1.614.951 de personas contagiadas y de estas, 333.000 han sido dadas de alta. Y en España de 155.019 contagiados, 62.391 están también dados de alta.
Si estamos asistiendo a la fría despedida y a la soledad con la que muchos familiares tienen necesariamente que enterrar a sus muertos, no es menos frío y solitario el destino incierto de quienes se han curado y han vuelto a sus casas. Han pasado su particular calvario hospitalario solos, aislados y sin el calor y la cercanía de su familia (con suerte algún sanitario ha podido brindarles un poco de apoyo y ánimo) y aunque a alguno de ellos los hemos visto desfilar entre aplausos camino de la vida después perdemos sus rostros y su mejoría en el anonimato de ser un ciudadano más.
También esta disponible en audio, puedes escucharlo en nuestro facebook (por problemas técnicos de tamaño del archivo no es posible agregarlo en esta entrada)
Silencio, ausencia, dolor, soledad, vacío, impotencia, desconcierto, desolación… la lista de sentimientos puede llegar a ser interminable y abrumadora pero cierta.
Gustavo Adolfo Bécquer escribió un poema con un estribillo: “¡Qué solos se quedan los muertos!”. No estoy de acuerdo con Bécquer, los muertos descansan en paz. La frase adecuada, en estos tiempos de inseguridad debería ser “(¡qué solos se quedan los vivos!”.
Padres, madres, hijos, hijas, maridos, mujeres, nietos y nietas, amigos y cercanos han necesitado desprenderse de sus seres queridos en un intento desesperado por salvarles la vida. Y después, en esta tarea imposible, han perdido el rastro de sus cuerpos, no han podido hacer un entierro digno, no han podido acompañarlos en sus últimos momentos, ni han podido despedirse.
¡En estos momentos nos está tocando vivir un tiempo difícil! Una pandemia debida a un coronavirus, el encierro prolongado en casa -solo o acompañado-, una situación laboral inestable, y un largo etc. que ponen de manifiesto la incertidumbre de nuestra vida presente y de nuestro futuro.
Todos estamos viviendo una especie de mini-duelo. Puede que no haya muerto ningún ser querido en estos días, entonces ¿Por qué lo llamo mini-duelo? Ni más ni menos porque en esta situación de cambio radical de costumbres estamos viviendo una pérdida real aunque no sea de la vida: hemos perdido nuestro mundo cotidiano.
Desde todas las perspectivas psicológicas y psicoterapéuticas a lo largo de la historia de la Humanidad se ha considerado el desequilibrio como un indicador de patología, y por lo tanto algo que hay que tratar de evitar a toda costa.
Andaba pensando sobre de qué escribir
y varios temas del aquí y ahora me venían a la cabeza: las vacaciones, la
llegada de un nuevo año, las «depresiones» post navidad, etc… hasta pensaba en
la vida e ideas de Paul Goodman, tema siempre de actualidad para mí, cuando a mi
olivo, árbol de hojas perennes, se le ha caído una hoja y mi atención ha
cambiado de la elección sobre lo que iba a escribir a una reflexión: «Filippos, mi olivo griego, se
está preparando para la etapa siguiente…», y con este pensamiento me he
acordado del ir-y-venir de la Vida. Primavera, verano, otoño, invierno…, día y
noche…, sol, lluvia, nieve, viento…
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