Autora Carmen Vázquez Bandín

Las/os que me conocéis sabéis que me gustan las novelas y películas de ciencia-ficción, especialmente las distopías.

Si buscáis en internet encontraréis esta definición[1]: una distopía o antiutopía es una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Suele ser sinónimo de “mal lugar” y es un antónimo de utopía, un término que fue acuñado por Tomás Moro y figura como el título de su obra más conocida, Utopía, publicada en 1516, un modelo para una sociedad ideal con niveles mínimos de crimen, violencia y pobreza.

Las distopías a menudo se caracterizan por la deshumanización, los gobiernos tiránicos, los desastres ambientales u otras características asociadas con un declive cataclísmico en la sociedad. Algunos de los ejemplos más famosos son 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley y Frarenheit 451 de Ray Bardbury. Creo que con estos detalles ya sabéis a qué me estoy refiriendo.

La noche del 13 de marzo, nos acostamos en un mundo conocido, no muy sensato pero familiar, sabíamos cómo vivir, íbamos y volvíamos del trabajo, quedábamos y hacíamos planes con los amigos y fantaseábamos con nuestras próximas vacaciones, entre otras muchas cosas buenas y alguna incluso desagradable. Pero era un mundo casi, casi predecible.

Pero cuando nos despertamos, la mañana del día 14, el mundo había cambiado de repente: ¡estábamos confinados en nuestras casas porque un coronavirus –que hasta entonces casi ninguno sabíamos lo que era- estaba enfermando y diezmando a la población del mundo entero! ¡Protagonistas, de golpe, de una película de terror, de una distopía de nuestro mundo conocido!

¡Se había acabado la seguridad, las certezas, la vida cotidiana, los planes… y los paseos… y el trabajo, y un largo etc.!

Hemos asistido, impotentes, en televisión, a todo tipo de horrores debidos a la pandemia. Hemos visto por televisión curvas y más curvas con datos y pronósticos sobre el futuro. Y todos, encerrados en nuestras casas, a pesar de la soledad y el aislamiento, hemos confluido y nos hemos convertido en “población”, “ciudadanos”, “españoles”, “franceses”, “italianos”, etc. perdiendo no solamente nuestra identidad individual sino que tampoco nos importaba mucho perderla. ¡Qué poderoso agente aglutinador es el miedo!

Después de 45 días de confinamiento, hemos pasado del “Resistiré” del Dúo Dinámico al “Ya no puedo más” de Camilo Sexto, y todas/os queremos salir al “mundo” a seguir nuestra vida. La confluencia está dejando paso al individualismo, empezamos a quejarnos de la situación en la que estamos, a querer ser de nuevo “persona”. Pero individuo, persona… ¿en qué mundo?

A veces, por teléfono, en e-mails o por la televisión oigo o leo comentarios del tipo: “A ver si podemos salir y podemos volver al trabajo”, “¡Qué ganas tengo de salir y volver a lo de antes!”. La mayor parte de las frases que oigo o leo parecen incluir el verbo “volver”.

¿Volver?… “Caminante no hay camino, se hace camino al andar/…/ y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. Lo dice Machado, lo dicen las leyes del tiempo, lo dice la realidad…

No quiero ser agorera, ni escribo esto porque esté deprimida o quiera deprimir a quienes me leéis. Escribo esto porque, poco a poco, se va acercando el momento del next. No del futuro, que todavía queda muy lejos, sino de lo que viene a continuación. Lo que les ha dado por llamar la “nueva” realidad, la “nueva” normalidad.

Nos toca “reinventarnos”. Nos toca encontrar nuevas formas de relación, nuevas formas de contacto, nuevas formas de compartir… Y nuevas formas de hacer terapia y dar cursos. Entre otras miles de acciones que incluyan no el “volver” sino la palabra “nueva/o”.

Hemos visto y hay mucho dolor, mucho sufrimiento, mucha ansiedad. Insomnio, inseguridad, fobias, depresión. El sufrimiento emocional campa a sus anchas y solamente hemos descubierto una pequeña parte. ¡Nadie estaba preparado para esta pandemia, y menos psicológicamente! El narcisismo de “me basto y me sobro”, de “yo soy lo único importante” nos ha estado cegando durante mucho tiempo. El consumismo nos ha empujado a “tener” más que a “ser”. Las emociones y los sentimientos eran cosas de débiles.

Y para este “día de después” que se acerca necesitamos saber qué queremos hacer, qué queremos ofrecer, qué queremos ofrecernos a nosotras/os mismas/os con un firme propósito de perseverancia, no como los planes que nos hacemos en cada año nuevo y después nunca cumplimos. Va a ser el primer paso y, casi con seguridad, miles de kilómetros.

También necesitamos descubrir la fina línea entre oportunidades y “oportunismo”. El equilibrio entre egoísmo y generosidad. Entre dar y recibir. Entre apoyar y ser apoyado. Entre cobrar y regalar. Entre “nosotras/os” y “yo”.

Ya no vale agarrarse a los restos del naufragio, intentando sacar partido del dolor y del sufrimiento, o de la necesidad, como hacen algunas/os “oportunistas”. Ya no es posible hacer como si el barco no hubiese naufragado pensando que todo volverá a ser como antes, y que solamente ha sido un mal sueño. Lo que necesitamos es construir un nuevo barco en el que podamos encontrar compañerismo, equilibrio, paz y nuestros queridos valores gestálticos. Y por encima de todo, necesitamos confiar en que cada paso no llevará a la nueva solución.

No olvidéis que hemos aprendido que el egotismo sano es la habilidad de diseñar el paso siguiente, cuando la situación es difícil. Demos ahora, el primer paso, pensado, reflexionado, responsable, solidario, porque este paso, nos llevará sin ninguna duda, al siguiente.

Me gustaría que construyéramos entre todos algo lo más parecido a una utopía para poder acabar con esta tremenda distopía porque os aseguro que no nos vamos a despertar de la pesadilla. ¡Pero nosotras/os sabemos cómo irla transformando y estamos preparadas/os para ello!

Carmen Vázquez Bandín

Centro de Terapia y Psicología-Madrid

www.centrodeterapiaypsicologia.es


[1].- “Definition of dystopia”, diccionario Merriam-Webster. Merriam-Webster, Inc. 2012.

(Podéis descargar el escrito completo en pdf)

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