Autora Carmen Vázquez Bandín

Cuando vamos a enviar algún tipo de nave al espacio se hace una cuenta atrás. Cuando los corredores empiezan una competición, hay una cuenta atrás. Cuando los toros salen de los toriles en los San Fermines, hay una cuenta atrás… En estos y en cualquier otro ejemplo de este tipo, después de la cuenta atrás, hay un impulso que hace que haya una aceleración. Me explico: el cohete gana potencia y sale hacia el cielo despidiendo humo y fuego, los corredores salen con todo el impulso del que son capaces, los toros corren hacia adelante sin ningún tipo de precaución.

            Y a nosotras/os nos están avisando de que están haciendo planes para nuestro desconfinamiento desde hace unos días. ¿Para qué? ¿Para qué nuestro estrés, ansiedad y aburrimiento nos hagan salir de casa en una carrera descontrolada sin meta ni propósito, llevándonos a los demás por delante? ¿Y vamos a creer que así ya somos libres?

            La Terapia Gestalt nos lleva enseñando muchos años la diferencia que existe entre confluir e introyectar. Entre individualismo y autonomía, entre obediencia y responsabilidad. Entre miedo y prudencia. Entre libertad y “desmadre”. Entre “yo” y “nosotras/os”.

            Y tengo que reconocer que siento una cierta desazón al pensar que, con la euforia del desconfinamiento, todos nuestros planes y propósitos que hemos pensado y gestado durante el tiempo de encierro se queden atrás, confinados entre las cuatro paredes en las que hemos estado encerrados. Y busquemos las viejas formas de egoísmo que hemos practicado antes de que la pandemia nos sacudiera.

            Sin ir más lejos, ayer iba por la calle, en busca de una farmacia que tuviera mascarillas y encontré mucha gente por la calle. Una persona parada en mitad de una acera estrecha en donde era imposible respetar la distancia de seguridad; esa persona estaba entretenida con su móvil y no existía nadie más en el mundo. En otro momento, alguien, sin mascarilla, estornudaba detrás de mí, sin guardar tampoco la distancia necesaria. Una señora que paseaba a su mascota parada en un árbol de la calle, impedía con la correa de su perrito el paso de las personas, pero ella estaba a lo suyo y ni se molestó en pedir disculpas, ni en apartar a su perro.

            Sé que la mayor parte de la gente es civilizada y está concienciada. Y mis comentarios de ahora no son para que las personas aprendan civismo y educación o para que las reprendamos por su inconsciencia, sino para que seamos conscientes de que en el mundo no estamos solas/os y que un cambio social empieza por nosotras/os mismas/os. Es como si nos hubiéramos acostumbrado a una vida de aislamiento, soledad y tecnología.

            Desde el primer día en que podamos salir necesitamos llevar a la vida la sugerencia más básica de nuestra querida teoría: somos organismos rodeados por un entorno. Y también nosotras/os somos entorno para otras/os. Y este campo es algo que ocurre al cincuenta por ciento. Cuido/soy cuidada. Respeto/soy respetada.

            No estoy diciendo que “ellas/os o nosotras/os”. Estoy diciendo “Ellas/os y nosotras/os”. Hay sitio para todo, hay sitio para todas/todos.

            Creo que uno de los desafíos más grandes que nos vamos a encontrar en la llamada “nueva cotidianidad” sigue siendo una asignatura pendiente que teníamos antes del confinamiento: ¿cómo vamos a mantener las relaciones sociales en la vida cotidiana, en la calle? ¿Cómo vamos a hacer con nuestras/os conocidas/os y amigas/os que son mucho más que un perfil en Facebook o en Twitter?

            No podemos tocar, no podemos abrazar, no podemos acercarnos demasiado… La lista del “no podemos” es larga pero esta lista, a larga que sea, nunca debe impedir que llevemos nuestra humanidad gestáltica a la calle. Podemos ser amables, educados, gentiles… Podemos hablar a través de las mascarillas, y nuestras manos enguantadas no están impedidas para comunicar respeto, afecto y comprensión. Necesitamos llenar la calle de humanidad.

            He contado antes un par de experiencias llamémosles “feas”, también tengo muchas otras anécdotas “bonitas”. Por ejemplo, en el supermercado, el otro día, no llegaba a poder coger un paquete de galletas. Estaban muy altas y ya sabéis que yo soy bajita. Busqué a un chico que estaba comprando en otra parte del supermercado y le pedí –con la distancia requerida- si me podía ayudar a coger las galletas. No solo me ayudó lleno de buenas palabras y con los ojos sonrientes sino que se ofreció a que le volviera a llamar si necesitaba algo más. Y a la salida del supermercado, le comenté a la cajera, lo difícil que era encontrar guantes y mascarillas… me sonrió y me dijo: “Mascarillas solo tengo la que llevo puesta, pero aquí va, le meto en su bolsa un par de guantes. No son mucho pero necesitamos cuidarnos y ayudarnos unos a otros”… ¡salí del supermercado con lágrimas en los ojos! ¡Ninguno de los dos eran gestálticos pero sabían ser plenamente humanos!

            He oído decir a Nuccio Ordine, un filósofo italiano que se ha puesto de moda, su miedo a que tanta tecnología nos deshumanice más después del confinamiento, y nos llene de soledad y falta de afectividad. No podemos olvidar que los verdaderos bienes de lujo, actualmente, son las relaciones humanas. Y es por ellas por lo que hemos de luchar y es por nuestra forma de relacionarnos como nos deberían de reconocer.

Carmen Vázquez Bandín

Centro de Terapia y Psicología –Madrid

www.centrodeterapiaypsicologia.es

(Puedes descargar el escrito en pdf)

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