Autora Carmen Vázquez Bandín

Silencio, ausencia, dolor, soledad, vacío, impotencia, desconcierto, desolación… la lista de sentimientos puede llegar a ser interminable y abrumadora pero cierta.

                Gustavo Adolfo Bécquer escribió un poema con un estribillo: “¡Qué solos se quedan los muertos!”. No estoy de acuerdo con Bécquer, los muertos descansan en paz. La frase adecuada, en estos tiempos de inseguridad debería ser “(¡qué solos se quedan los vivos!”.

                Padres, madres, hijos, hijas, maridos, mujeres, nietos y nietas, amigos y cercanos han necesitado desprenderse de sus seres queridos en un intento desesperado por salvarles la vida. Y después, en esta tarea imposible, han perdido el rastro de sus cuerpos, no han podido hacer un entierro digno, no han podido acompañarlos en sus últimos momentos, ni han podido despedirse.

                Se nos ha roto el corazón a muchos, por no decir a todos, los que en estos días, hemos visto por televisión como, dentro de un coche fúnebre, un ataúd recibía un escaso responso religioso oficiado por un sacerdote con mascarilla, mientras dos familiares aguantaban su dolor en pie, delante de la puerta trasera del coche abierta, también con mascarilla y a una distancia “prudencial”.

¡Así estamos! ¡Este es el tiempo que nos está tocando vivir! Y es muy difícil entenderlo y menos todavía aceptarlo. Con la pandemia del coronavirus parece que la vida cotidiana ha quedado suspendida, congelada. Solamente hay tiempo para la supervivencia. Y así han quedado también los duelos por la pérdida de los seres queridos: suspendidos en un limbo y atrapados por una frase: “cuando llegue el momento”.

¿Y qué se hace con las lágrimas no vertidas, con la rabia no expresada, con el desconcierto como única forma de estar?

Cada persona somos un mundo y debido a nuestra singularidad cada persona que ha perdido a un ser querido tiene una forma específica de reaccionar. Lágrimas, impotencia, bloqueo, negación,… Siempre va a haber una en primer plano, mientras que las otras esperan también su momento.

Pero en todos nosotros existe una necesidad genuina que es intrínseca a nuestra naturaleza humana: hablar. Somos seres hechos para el diálogo. E incluso en estos momentos de incertidumbre y desconcierto necesitamos encontrar a otro que oiga nuestras palabras, que nos ayude a convertir en diálogo nuestros pensamientos, torpes y confusos, que giran y giran dentro de la cabeza sin encontrar salida.

No es tiempo de abrazos, están desaconsejados (¡pero ya llegarán!), no hay ningún roce de manos, no están permitidos (¡pero llegarán!). No hay ninguna posibilidad de cercanía física pero, si se piensa bien, nuestros corazones nunca han podido tocarse y sin embargo, siempre hemos podido sentir la presencia de un corazón latiendo junto al nuestro. Son los corazones los que crean el diálogo del encuentro, de las palabras aunque estemos a kilómetros de distancia.

Y además de con las palabras, el corazón se comunica con la mirada, con la presencia. “Estoy aquí, contigo y te escucho”.

No es tiempo de consejos, ni de dar ánimos, ni de pedir que se debe de ser fuerte. No es tiempo de protocolos, ni de resúmenes de libros, ni de técnicas manidas que no salen del corazón.

Es tiempo de la escucha, del silencio que acompaña, de la mirada de comprensión, de estar simplemente disponible.

Si estás físicamente cerca, puede que también sea el tiempo de ir a comprar por quienes han perdido a un ser querido, o de cocinar para ellos los platos que, de siempre, sabes que le gustan.

No le compadezcas, no le hables como si fuera inferior, no te pongas por encima yendo de protectora o de protector, no intentes salvarle.

Llegará el momento en que todos los que sufren podrán hacer su duelo. Llegará el momento de los rituales, tan necesarios para poder cerrar estos viajes a la eternidad, actuales, sin ninguna despedida. Llegará el momento en que cada persona con un duelo pendiente pueda encontrar un profesional adecuado que le ayude dedicándole un tiempo y un espacio presencial donde él o ella sea el eje principal del proceso.

Mientras llega ese momento, te recuerdo: apoyo, escucha, presencia, silencio… y nada más. En este momento, las/os psicólogas/os, las/os psicoterapeutas no somos los protagonistas del dolor ni del sufrimiento; no estamos ocupando ni canalizando nuestra ansiedad haciendo de héroes ni de salvadores del sufrimiento ajeno. Somos acompañadores, caminantes que con nuestras palabras, nuestra presencia y a veces con nuestro silencio recorremos con un/a otro/a un tramo del camino en espera de que esos tanto y tantos miles de “amores rotos” por la muerte se transmuten en un “amor vestido de eternidad”.

Y si tú que estás leyendo esto, estás sufriendo por un ser querido que se ha ido… llévale en tu corazón, no recuerdes ahora los momentos difíciles, ni las imágenes duras. Piensa en lo bueno compartido y en los momentos felices. Llegará el momento del duelo, de un duelo bien vivido con alguien que te esté cercano. Los musulmanes y los judíos tienen una leyenda en la que dicen que el ángel de la muerte, Azrael, nunca deja solo a nadie que está para morir. Acude a dar la mano a todo aquel que está haciendo su tránsito para ayudarle a que le sea más fácil. Y esta leyenda cuenta que fue elegido específicamente porque era el ángel más bello que existía y que sus ojos atraen llenos de paz, sabiduría y amor. Esta historia no quita el sufrimiento pero a mí siempre me ha consolado en poco.

Para acabar, un último comentario. Los romanos tenían por costumbre poner en las tumbas de sus seres queridos: tibi terra levis. La traducción literal sería: que la tierra te sea ligera. A mí me gusta decir: que la tierra te acune por mí.

Estén donde estén nuestros difuntos, estoy segura que la tierra los acuna por nosotros.

Carmen Vázquez Bandín

Psicóloga clínica

Centro de Terapia y Psicología-Madrid

www.centrodeterapiaypsicologia.es

(Puedes descargar el escrito en pdf)

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