Las/os que me conocéis sabéis que me gustan las novelas y películas de ciencia-ficción, especialmente las distopías.
Si buscáis en internet encontraréis esta definición[1]: una distopía o antiutopía es una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Suele ser sinónimo de “mal lugar” y es un antónimo de utopía, un término que fue acuñado por Tomás Moro y figura como el título de su obra más conocida, Utopía, publicada en 1516, un modelo para una sociedad ideal con niveles mínimos de crimen, violencia y pobreza.
No podemos evitar fantasear sobre cómo será nuestra vida cuando salgamos del confinamiento porque no sería acertado decir cuando el COVID-19 pase ya que no es una expresión que se ajuste a la realidad. El COVID-19 ha venido para quedarse.
Y los periodistas y la televisión nos llenan de especulaciones y recomendaciones: “Habrá que llevar mascarilla y guantes”, “Deberemos mantener la distancia de seguridad de dos metros”, “Cuando abran los restaurantes tendremos que estar separados por mamparas de metacrilato”, “En la playa y la piscina, posiblemente, haya que bañarse por turno”… ¡Ni en la más terrible de las películas de ciencia-ficción hemos visto un panorama semejante! En las películas, después de las tragedias, los contagios y las pandemias, la recuperación suele ser “por arte de magia”. No solo un final feliz (que esperemos que sea nuestro futuro) sino una recuperación instantánea. Y esto no va a ser así.
El título de este escrito breve suena a serie de televisión pero, no, no se refiere a una película de ficción de las que vemos por televisión. He decidido llamar así a los pacientes curados del coronavirus.
Según recientes informaciones a fecha de hoy, día de domingo de resurrección, en el mundo existen 1.614.951 de personas contagiadas y de estas, 333.000 han sido dadas de alta. Y en España de 155.019 contagiados, 62.391 están también dados de alta.
Si estamos asistiendo a la fría despedida y a la soledad con la que muchos familiares tienen necesariamente que enterrar a sus muertos, no es menos frío y solitario el destino incierto de quienes se han curado y han vuelto a sus casas. Han pasado su particular calvario hospitalario solos, aislados y sin el calor y la cercanía de su familia (con suerte algún sanitario ha podido brindarles un poco de apoyo y ánimo) y aunque a alguno de ellos los hemos visto desfilar entre aplausos camino de la vida después perdemos sus rostros y su mejoría en el anonimato de ser un ciudadano más.
¡En estos momentos nos está tocando vivir un tiempo difícil! Una pandemia debida a un coronavirus, el encierro prolongado en casa -solo o acompañado-, una situación laboral inestable, y un largo etc. que ponen de manifiesto la incertidumbre de nuestra vida presente y de nuestro futuro.
Todos estamos viviendo una especie de mini-duelo. Puede que no haya muerto ningún ser querido en estos días, entonces ¿Por qué lo llamo mini-duelo? Ni más ni menos porque en esta situación de cambio radical de costumbres estamos viviendo una pérdida real aunque no sea de la vida: hemos perdido nuestro mundo cotidiano.
Desde todas las perspectivas psicológicas y psicoterapéuticas a lo largo de la historia de la Humanidad se ha considerado el desequilibrio como un indicador de patología, y por lo tanto algo que hay que tratar de evitar a toda costa.
Andaba pensando sobre de qué escribir
y varios temas del aquí y ahora me venían a la cabeza: las vacaciones, la
llegada de un nuevo año, las «depresiones» post navidad, etc… hasta pensaba en
la vida e ideas de Paul Goodman, tema siempre de actualidad para mí, cuando a mi
olivo, árbol de hojas perennes, se le ha caído una hoja y mi atención ha
cambiado de la elección sobre lo que iba a escribir a una reflexión: «Filippos, mi olivo griego, se
está preparando para la etapa siguiente…», y con este pensamiento me he
acordado del ir-y-venir de la Vida. Primavera, verano, otoño, invierno…, día y
noche…, sol, lluvia, nieve, viento…
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